Después del control del lunes, me quedé pensando por qué ahora sí estoy bajando de peso después de tantos intentos fallidos. Y creo que tiene que ver con varias cosas.
Por un lado, estoy REALMENTE haciendo el plan. Es decir, como de los alimentos que tengo permitidos, en las cantidades que la nutricionista me indicó. Hago religiosamente las seis comidas diarias. Como tres frutas diarias y dos porciones de verduras, una porción de carne, pan o galletitas o cereales sólamente en los desayunos y las medias tardes. Tomo dos tazas de leche o yogur o postre royal light. He aprendido que O quiere decir O y no Y.
Tomo agua, mucha. En té, mate, gelatina y en agua pura de la canilla. Vasos y vasos.
Salgo a caminar, casi todos los días, una hora. Inglesa cumplo con esto.
Dejé el picoteo. Esa costumbre de meterme a la boca cualquier resto de cosa comestible que por allí anduviese. Esa costumbre de probar todo lo que estoy cocinando. Esa costumbre de comerme una feta de jamón mientras preparo los sánguches. Esa costumbre de chupar la cuchara con dulce de leche cuando terminé de preparar las galletitas de los niños.
En las reuniones, fiestas, cumpleaños, juntadas familiares como, pero menos. No me inmolo ante la imposibilidad de comer de todo ni pierdo la razón por una intoxicación con chizitos.
Voy a la psicóloga para que me ayude a resolver detalles como la ansiedad, la obsesión, la compulsión y la angustia.
Y, sobre todo, le estoy poniendo onda a esto. Hacer dieta, bajar de peso, bajar 30 kilos, es un trabajo. No es algo que se pueda hacer mientras tanto. Es algo que hay que decidir y concentrarse en ello. Lleva mucha energía, porque esto es una adicción a la comida y la comida no es algo que se pueda erradicar, algo que podamos evitar, la comida siempre está allí y no podemos vivir sin ella. Por eso, debemos pensar mucho qué comemos, cómo comemos, por qué estamos comiendo.
No sé, tanta madurez me sorprende. Espero que me dure.
Feliz miércoles a todos.