Día de hipocondría

El miércoles, mientras me vestía después del baño para ir a la escuela, me caminó una araña por la espalda. La sensación horrible del bicho caminando, ese cosquilleo suave, ese deslizarse. Qué asco. Inmediatamente, con un grito histérico la saqué de mí, cayó al piso y la aplasté con la bota.
Era una de esas arañas marrones de rincón. Terror. Pánico. Para tranquilizarme qué hice, guglié. Mal,  muy mal.

Ya sabía que esas arañas de rincón (loxosceles laeta) son peligrosas y agregar más información a la que ya tenía no ayudó a mi hipocondría. Inmediatamente empecé a sentir todos los síntomas: me dolía la  cabeza, me sentía afiebrada, me inventé un par de náuseas. Cada vez que iba al baño, miraba si no había sangre en el pis. Le pedí a mi marido setenta mil veces que se fijara si la espalda no empezaba a verse así:

De a ratos me olvidaba, pero de repente sentía el caminar inmundo de la araña en mi cuerpo. Llamé a mi amiga la dotora (perdón Ayez) para preguntarle cuánto tiempo de vida me quedaba y se rio de mí. Después pensé que el síntoma principal, que es sentir la mordedura fuerte, no lo había percibido.
Tipo diez la noche, el cansancio, la falta de necrosis y queratinización en la piel y que ya nadie me daba bola hizo que los sintómas desaparecieran (si es que alguna vez estuvieron allí) y me fui a dormir lo más bien.
Y al final parece que la araña no me picó nada porque, miren, no estoy muerta.

Les deseo un viernes libre de hipocondría a todos.

P.D. No es que hoy tenga mucho tiempo para postear, es que los que sí se enfermaron realmente fueron mis hijos y después de una agitada noche húmeda (por los mocos, los vómitos y la caca) ambos se durmieron y yo no fui a trabajar. En un rato parto con la prole al pediatra.